Marciana Valtierra Tordesillas, nacida en Getafe (Madrid) el 6 de marzo de 1905, hija de Manuel y Lorenza, es la última de once hermanos, seis de los cuales murieron siendo muy niños. De carácter manso y tranquilo, nada le hacía llorar, aunque le provocaran sus hermanitos.
Cuando contaba tres años de edad, murió su madre. A los doce años escribía a su hermana religiosa: “Cuando perdí a mamá, como era tan pequeña, no me di cuenta de lo que perdía; ahora me acuerdo mucho de ella. ¡Cuánta falta me hace! Pero la Santísima Virgen hace sus veces, pues me he encomendado a Ella y la he tomado por madre.
La caridad en palabras y obras fue su virtud más sobresaliente; ya desde su juventud se desvivía por los pobres a los que ayudaba en todas sus necesidades. En sus conversaciones no faltaba NUNCA al buen nombre de todos. Si veía que los comentarios con sus amigas se desviaban en alguna crítica o murmuración, que no podía impedir, se levantaba silenciosamente y se retiraba del grupo. Este buen ejemplo fue su distintivo durante toda su vida.
La Eucaristía diaria, rezo del rosario, frecuencia de sacramentos, larga horas de oración ante el sagrario, eran el alimento diario de su espíritu, de ahí que después jamás se buscaba en nada y era alegre y amable para los demás; hasta el punto que una de sus amigas decía: “Si vivimos mucho, veremos a Marciana en los altares”.
Ayudó al P. Juan Vicente O.C.D. (también en proceso de canonización) en la propagación de la revista “La Obra Máxima” y en cuantos proyectos el Padre proponía para extender el Reino de Cristo.
El cuidado de su padre y de dos tías, una de ellas paralítica, retrasaron su entrada en el claustro. Era un sacrificio íntimo, pero lo sufría con paz, viendo en ello la voluntad de Dios. Por fin el 14 de julio de 1929 con la sonrisa en los labios, disimulando su dolor ante la pena de sus seres queridos, dejaba casa, padre y hermanos y recibía el ciento por uno entrando en el Carmelo de San José de Guadalajara. Era feliz “sola con Dios solo”, en el puerto tan deseado. Desde ahora se llamaría María Ángeles de San José.
Se esmeró mucho en el recogimiento, silencio y mortificación, pero destacó en las virtudes de humildad y caridad. Huía de sobresalir en algo, se consideraba la menor de todas, se humillaba siempre. Vivía abandonada en Dios como un niño, pero poniendo de su parte la fidelidad más exquisita y dispuesta a prestarse a sus hermanas, dándoles su tiempo, sus cuidados… “DARSE”. Escribía a su hermana Concepcionista: ¡Qué dicha tan grande ser carmelita! Por más que lo pienses no te lo puedes figurar…
Su ardiente celo misionero la llevaba a ofrecer todo por la salvación de las almas. Se ofreció para ir a un Carmelo en Misiones… Alma eminentemente apostólica, deseaba que Dios fuera conocido y amado de todos.
Uno de sus confesores manifestó: “Hermana María Ángeles, habría alcanzado la santidad, aunque no hubiera padecido el martirio”.